¡Yo tengo la razón!
Una de las dificultades más destacadas en la comunicación entre las personas es la creencia, muchas veces inconsciente, que dice: “yo tengo la razón”. No hay nada que afecte más positivamente a la autoestima que la sensación de certidumbre. Cuando alguien siente que está en lo cierto con respecto a algo o a alguien o cree que tiene la verdad sobre cómo deben ser las cosas, cree tener el control y siente la seguridad de estar en lo cierto.
Esto lo podemos ver a diario en las típicas discusiones que se inician cuando se está conversando de temas donde los protagonistas tienen opiniones muy rígidas. Es habitual encontrar personas que se irritan cuando contradicen sus creencias o convicciones más profundas y a veces reaccionan de una forma intensa y en oportunidades hasta violenta.
Cuando una persona tiene creencias muy estructuradas, especialmente de lo que cree respecto a lo que está bien y lo que está mal o de lo que los otros deben hacer y no hacer, éstas comienzan a formar parte de su realidad y especialmente de su identidad. Uno de los mecanismos más habituales por los que pasa esa persona cuando se encuentra con alguien que no opina como ella, es el siguiente:
Conversación intensa: primero cree que al otro le está faltando información y que por ese motivo no entiende. Interpreta que el problema es por la falta de conocimiento y que cuando le cuente en detalle cómo es la situación en realidad (su propia versión de la realidad) va a entender perfectamente.
Podemos decir que piensa: “Somos todos personas razonables y con la información correcta el otro pensará en forma correcta”, “cuando te cuente vas a entender”, “espera un poco y vas a ver como cambias de opinión” o “yo sé de lo que te estoy hablando”.
La descalificación: Una vez que fue entregada la información, si el interlocutor no cambia su opinión, entramos en la segunda etapa. Nuestro protagonista pensará que el otro “no entiende” y de continuar en el tiempo con su oposición, no tardará en decirse a sí mismo que el otro es un estúpido con el que no se puede hablar ni entrar en razones. Aún así continúa intentando convencer al otro con argumentos más poderosos y en una situación emocional más intensa.
En este lugar se levanta la voz, se gesticula más y el nivel de presión interior se eleva peligrosamente. Se dicen cosas como “solo un tonto no puede ver esto que te digo”, “pero no te das cuenta que esto pasa en tus narices” o “¿dónde vivís, en una burbuja?”. La posición del otro contradice la realidad de nuestro protagonista pero, peor aún, también su propia identidad. Comienza a sentir como un insulto cada palabra o gesto ya que no puede entender cómo alguien puede pensar diferente teniendo toda la información y argumentos dados.
El enojo: es el tercer estadio. Pasadas las etapas de conversación intensa y descalificación y ya ingresados en la discusión, lo que se suele pensar del otro es: “entiende, pero no quiere aceptarlo”. Quien no comparte mi realidad, quien desafía mi propia identidad, quien socaba mi sentido de certidumbre y mi valorización personal es un enemigo. El interlocutor se transforma en una amenaza.
Dependiendo de la personalidad de la persona en cuestión puede optar por retirarse con la firme convicción de no hablar nunca más del tema con esa persona, o al contrario atacar a esa amenaza en forma verbal o física.
Cambio de posición mental: Si en cualquier conversación o comunicación se partiera de la creencia que sólo tenemos una porción de la realidad, que con la misma información podemos entender cosas diferentes y hasta opuestas y que cada persona tiene su propia verdad u opinión, evitaríamos entrar en discusiones estériles, enojos y hasta acciones violentas que solo provocan más separación, división y odio entre las personas. Esto es válido para los individuos, las sociedades, los pueblos y las naciones.
Mucha vida para todos!!
Carlos Sánchez
https://www.terapiacomunicacional.com/