Un día me di cuenta que yo era una construcción, que lo que llamaba pensar sólo era una forma de vivir en el pasado. Advertí que mi mente era la suma de mi memoria y que estaba completamente basada en mis condicionamientos. Entendí que aunque me propusiera ver algo nuevo nunca lo podría hacer desde ese lugar donde me encontraba.
Un día me di cuenta que me habían enseñado a creer que en el mañana estaba la felicidad y en el hoy solo la resignación. Mi mente que se nutre solo de pasado creyó que existía un futuro donde poner sus ilusiones, deseos y esperanzas. Comprendí que el único tiempo que existe es el presente, y que eso es un hecho incontrastable.
Un día me di cuenta que el otro de diferente nacionalidad, clase social, color, cultura, religión no era un otro y que nos habían dividido, fraccionado, hasta a algunos nos hicieron sentir que no éramos dignos, sin saber dignos de qué. Advertí que no había diferencias sino intereses, deseos, ambiciones y, muchas veces, falsos opuestos, que nos han llevado a la destrucción entre nosotros.
Un día me di cuenta que desde hace 5.000 y 2.000 años vivimos literalmente engañados, porque absolutamente nada de lo que realmente enseñaron los grandes maestros fue cumplido por sus seguidores. Muchos solo usaron sus palabras para construir poder y se auto erigieron intermediarios de la verdad y la espiritualidad, jueces de la moral e inquisidores del “deber ser”.
Un día me di cuenta que hemos aprendido a identificarnos con nuestros resultados pero que no somos un mero resultado, ellos cambian permanentemente pero hay algo en nosotros que siempre permanece. Nos han dicho que somos nuestro cuerpo pero ese cuerpo nunca es el mismo, todas nuestras células nacen, se reproducen y mueren, todo nuestro sistema cambia permanentemente, pero hay algo en nosotros que siempre permanece, no somos un cuerpo.
Un día me di cuenta que nos han dado un nombre y creemos que ese nombre es nuestra identidad. Nos reconocemos con unas palabras, respondemos si alguien nos llama o nos menciona, pero sabemos que si cambiáramos nuestro nombre hay algo en nosotros que siempre permanece, no somos un nombre.
¿Podríamos afirmar que no somos nada con lo que nos identificamos a diario?
Menos aún somos nuestra profesión, trabajo u oficio. Tampoco la casa que tanto nos ha costado conseguir o ese auto que nos da tantas satisfacciones. Aunque lo decimos en palabras cuando nos presentamos, soy arquitecto, mi pareja es abogada o mi hijo es estudiante, no somos nada de eso ni poseemos nada realmente. No podemos poseer una mujer o un hombre, tampoco una familia o un hijo. Ni siquiera un perro. Aunque siempre hay algo más en nosotros que permanece.
Todo es una gran ilusión en la cual vivimos, lo cierto es que queremos creer que esas personas, posesiones o actividades nos llenarán de alguna manera y reflejarán lo que hay dentro de cada uno de nosotros. En esa carrera por intentar poseer e identificarnos con lo externo, en esa competencia por ganar y tratar de ser alguien, luchamos diariamente para no sentir dolor, vacío e insuficiencia.
Un día me pregunte, entonces ¿Qué somos, quiénes somos realmente? Hay algo seguro. La respuesta no está afuera en el mundo de los objetos, de los deseos y de la comparación.
La verdad es que la verdad no está en donde creemos.
Un día me di cuenta que hasta que no dejemos al ego definitivamente de lado, mientras nos siga gobernado ese “yo” débil, inseguro y violento que solo quiere seguridad para sí mismo, todo seguirá siendo una gran mentira. Pero no de los demás a nosotros, sino de nosotros a nosotros mismos.
Un día me di cuenta que sin ego no hay más miedos.
Un día sentí algo que siempre estuvo en mí, una conciencia que traspasa el tiempo, los límites del cuerpo y la construcción de la realidad.
Un día sentí que cuando la atención se enfoca en la respiración todo lentamente se aquieta. Que sin pensamientos se silencian las voces y los sonidos. Y como por arte de magia se produce una conexión poderosa en el aquí y ahora, el tiempo se detiene y el espacio se diluye.
Un día me di cuenta, sin pensarlo ni analizarlo, que podía ver y sentir algo nuevo pero que siempre había estado. Que esa consciencia soy YO, pero sin ego y con mayúscula, que siempre estuvo ahí y que es mucho más profunda de lo que puedo captar con mis propios sentidos.
Un día me di cuenta que, sin importar nada más, puedo sentir paz.
Mucha vida para todos.
Carlos Sánchez
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